EL JUGADOR
EL JUGADOR
Las personas se arremolinaban a mi alrededor para saber si de verdad iba a cumplir lo prometido. Más de uno me grababa con el móvil mientras yo me mantenía de pie con los ojos fijos en la ruleta, que terminaba en ese instante de girar. El cero salía por segunda vez consecutiva, decepcionando a todos los jugadores. Por suerte, yo seguía petrificado, manipulando las fichas en mi bolsillo, esperando la inspiración de mi subconsciente para decidir si realizar la apuesta. Tenía mil euros y había jurado jugármelos. Sin embargo, lo que se me antojó como una idea brillante durante un tiempo, no lo parecía delante de tantos números.
El juego siempre me había resultado atractivo. Desde que tenía uso de razón, había apostado sin siquiera saber los supuestos peligros que esto traía. Recuerdo ir con mi hermano mayor a echar la quiniela los viernes por la tarde. Recuerdo la ilusión de convertirme en un mago que pudiera predecir los quince resultados de fútbol. Y recuerdo también, sin atisbo de arrepentimiento, el fracaso semana tras semana que, sin embargo, no mermaba las expectativas de ser capaz de conseguir presagiar de manera acertada todos los resultados la vez siguiente.
Olvidé la quiniela o lo transformé sin darme cuenta en la afición a las apuestas deportivas. Sobre los veinte años, comencé mi andadura en este terreno y tampoco puedo hablar mal de él. Las posibilidades eran infinitas y, si no eras avaricioso y tenías un método, se podía conseguir una ganancia para darte algún capricho. Por aquella época, aún creía que yo jugaba por el dinero y no por la emoción del riesgo o la satisfacción de profetizar el futuro. Fue en mi incursión en el póquer donde me percaté de esto. No era un mal jugador, cosa que comprobé en los límites bajos, algo que me hizo ganar confianza, sacar algún beneficio e ir accediendo a torneos con entradas cada vez más caras. Ahí me di cuenta de que cada vez que subía un escalón, consciente de que estaba arriesgando más dinero que antes, se producía una agitación maravillosa en mi alma. Mi corazón latía frenético con cada par de cartas que me entregaban, sabiendo que entre mis dedos tenía la victoria y la derrota, pero aún no se había revelado. Muy similar al manido gato de Schrödinger, del que no dudo que fuera un asiduo jugador. El caso es que ese fue el instante en el que lo tuve claro. Yo, como el resto del mundo, jugaba para exactamente eso: provocar la excitación, sostener la emoción y agarrar las múltiples posibilidades de lo incierto con la mano para resolverlo en un instante inmediato. Después, la solución es lo de menos. Lo importante es que haya solución, no como con diversas situaciones en la vida.
Así, cuando fui consciente de esto, también me di cuenta de por qué nunca había caído en la adicción a lo largo de los años como tantos otros. Yo no tenía ni tengo espíritu resiliente. Es más, diría que soy de personalidad tendente a la dependencia. Si yo no había caído en la ludopatía, no se debía a mis virtudes como persona, sino a lo contrario. Y es que carezco de ambición y de constancia. Dos defectos que me impiden triunfar en la vida y en mi carrera de escritor, pero que mantienen a mi alma alejada de la adicción patológica al juego. Habrá quien diga que también es el hecho de ser consciente de jugar por emoción y no por dinero, pero no estoy de acuerdo, pues la emoción se pierde cuando te acostumbras a la pérdida de cierto tipo de cantidades. Es decir, cuando a diario realizas apuestas de cincuenta euros, perder o ganar, relativamente carece de importancia. Es el aumento de las cifras lo que genera ese regocijo implacable del alma. Un júbilo que no me lo causaba ninguna otra cosa. El deporte, las artes, la naturaleza o las relaciones humanas no eran capaces de proporcionarme sentimientos tan profundos. Sentimientos que se traducían en poder estar sin pensar en las consecuencias; en vivir con miedo, pero vivir; en existir sin sentirse vacío.
En algún punto de esas lucubraciones fue cuando decidí gestionar mi vida laboral como si se tratara de una apuesta a largo plazo. Al ser escritor lo tenía bastante sencillo. Tan solo tenía que presentarme a los innumerables concursos literarios de mi elección para considerarme un jugador profesional de las artes españolas. Para ello requería de dos cosas: dinero para subsistir y tiempo para escribir. Lo primero lo tenía gracias a los mejores mecenas que uno puede tener: los padres. Para conseguir lo segundo, tuve que dejar los pronósticos deportivos y el póquer, que absorbían gran parte de mi día. Además, llevaba años pensando en cambiar a una actividad más simple y la ruleta no cesaba con sus invitaciones.
Comencé a ir asiduamente al casino a familiarizarme con la ruleta e inicié unos estudios sobre la misma que dejé muy pronto. No quería convertirme en un experto en esta materia. Al contrario, si había cambiado de juego era justo por la sencillez que puede otorgar la ruleta. De esta manera, convine que tan solo haría apuestas de rojo o negro, de docenas y de vez en cuando algún número si mi subconsciente lo sugería con ahínco. Esta actividad la reservaba para bien entrada la tarde y el resto del día lo dedicaba a escribir. Mandaba mis textos con disciplina a los concursos de novela, relato y teatro. Escribía de todo y no cesaba los envíos por más rechazos que recibiera. En la ruleta tampoco me iba mucho mejor, pero no tenía pérdidas importantes. Como en los anteriores juegos a los que me había entregado, lo hice con moderación, sabiendo el dinero de mis padres que me podía permitir perder. Además, en las etapas de novato, se puede disfrutar mucho con el simple hecho de ver a otros jugadores apostar, así que gran cantidad de los días que acudía al casino apenas jugaba. Me dedicaba a observar, a adaptarme al ambiente, a sentir la tensión… Y es que, en general, los casinos tienen una atmósfera muy particular. Hay quien no aguanta dentro ni cinco minutos, que se siente sucio por el hecho de pisar sus moquetas. Yo creo que esa suciedad la traen ellos consigo, está en los ojos del que mira. A mí me encanta el compañerismo que se respira. Tengo la convicción de que, a diferencia de en la vida, el jugador que te ve depositar las fichas sobre el tapete desea que ganes tanto como tú mismo. He visto a gente celebrar las victorias de los demás como si hubiera marcado gol su equipo. Y esas caras de alegría no se pueden fingir. Como en todo, hay excepciones, pero salvando los juegos como el póquer donde compites contra los otros, puedes sentir el apoyo moral de lo que llamaría la familia de apostadores. Eso sí, fuera del casino, volvemos a ser esos adversarios que pugnan por su parte del pastel como el resto de ciudadanos.
Inmerso en esa rutina, di con el anuncio que me iba a poner en la posición en la que estaba. Lo encontré de casualidad navegando por internet y decía: “Concurso de relato corto Nuevo Casino Principal de Pamplona 2024”. El relato, de entre tres y seis páginas, tendría que versar sobre “Historias de casinos y cafés”. ¿Un concurso que mezcla el juego y la literatura convocado por un casino histórico? Estaba hecho a mi medida y de inmediato me puse manos a la obra con el presente relato. Estaba cansado de perder, de no recibir respuestas, de que la bolita siempre cayera en el negro. Este era mi momento. Lo sentí tan hondo, que me juré que si ganaba el premio de mil euros en metálico con los que estaba dotado el concurso, me los jugaría a la ruleta inmediatamente después de la ceremonia de entrega en el mismo casino que me había otorgado dicho premio. No sé por qué me hice semejante promesa, pero me parecía de vital importancia para el futuro de mi carrera como escritor arriesgar el primer premio que ganaba. No tenía ningún tipo de sentido, pero no podía dejar de sentirlo.
Así, cuando por fin recibí la noticia del fallo del jurado y supe que había salido vencedor, lo primero que vino a mi cabeza fue que tenía que realizar la apuesta más cuantiosa y disparatada de toda mi vida. Si no contamos la de dedicarme a la escritura, claro. Ipso facto, me entraron unos sudores del todo familiares, que recibí con la mejor de las sonrisas. Las dos pulsiones de mi ser unidas en un acto irracional que cambiaría el algoritmo de mi existencia. O quizás, tan solo buscaba una excusa para ponerme en esa posición, no lo sé. Hice la maleta y partí a Pamplona.
No creía que se fuera a leer el relato durante el acto de entrega, algo que acrecentó un poco mi ansiedad, pues ahora todos los allí presentes me miraban con la intriga de si sería capaz de llevar a cabo las palabras que acababan de escuchar. No recuerdo con exactitud mi discurso de agradecimiento. Sé que mencioné a Dostoievski, a mis padres, a un seguidor de mi cuenta de relatos de Instagram y a mi pareja, que me había aconsejado repetidas veces no “cometer esa locura”. Sin embargo, no podía sacarme de la cabeza la idea de que, si no cumplía lo prometido, jamás sería el escritor que siempre había soñado.
Los comentarios y las risas nerviosas se sucedían, siendo su punto álgido el momento en que me entregaron los mil euros en metálico y el organizador, mirándome a los ojos, me preguntó en voz alta:
—Bueno, creo que te tengo que hacer la pregunta. ¿Vas a realizar la apuesta?
Las risas aumentaron y el público comenzó a aplaudir nervioso de manera espontánea. Tampoco tengo memoria de mi contestación exacta, solo sé que acabé con un “vamos a verlo”, y salí decidido de la sala seguido del montón de curiosos.
Y allí seguía, frente al tapete numerado esperando una indicación de mi subconsciente que no llegaba, observando el giro de la ruleta. Una ocasión más, la bolita se detuvo en el cero; tres veces seguidas no era algo que se viera todos los días. Los espectadores se impacientaban, pero yo no tenía claro qué hacer. No temía decepcionar a varios desconocidos, pero sí temía decepcionarme a mí mismo. Siempre me había tenido por alguien miedoso pero valiente, inteligente pero simple, honorable pero independiente, sensato pero jugador y, por extraño que parezca, pensar en no realizar la apuesta me producía un fuerte sentimiento de traición a mi persona. Por fin, antes del “no va más”, me giré a las personas que me habían acompañado hasta allí y a los pocos que me grababan con el móvil y, sonriendo a cámara, negué con la cabeza y me alejé de la mesa, dejando un halo de desilusión. La broma había llegado demasiado lejos y semejante cantidad se salía por completo de mi manera de apostar, pues yo siempre había invertido el uno o dos por ciento de mi banca total. En ese momento tenía más dinero en metálico que en mi cuenta corriente, lo que convertía el acto en un absoluto disparate, que mi sentido común no podía permitir. No debemos responsabilizar al juego de las pulsiones humanas. La culpa no es del juego, es nuestra. La culpa no es del alcohol, es nuestra. Los problemas no están fuera, están dentro.
Mucho más tranquilo, ya en la taquilla para cambiar las fichas, pude respirar con tranquilidad. Sin embargo, cuando la dependienta estaba a punto de atenderme, mi subconsciente se puso a gritar un número con energía. Intenté obviarlo, pero persistía con una fuerza inusitada. Yo no apostaba a números casi nunca, salvo cantidades pequeñas en contadas ocasiones. Mi intención previa era jugármelo todo al rojo en un momento determinado, pero la cifra continuaba apareciendo en mi mente de múltiples formas.
Extrañado, regresé a la mesa, aún sin saber qué hacer. Los espectadores celebraron mi vuelta, pero yo no podía atender a sus comentarios. Tan solo oía el número en mi cabeza una y otra vez. Entonces, me fijé en el panel y comprobé cuál había salido en mi ausencia. En efecto: mi número. ¿Cómo era posible? ¿Lo había escuchado desde la distancia o lo había presentido de alguna manera? En cualquier caso, había llegado tarde. Aun así, me mantuve impasible, sujetando con fuerza las fichas sin dejar de repetir los dígitos en mi mente mientras el resto de jugadores hacía sus apuestas. El crupier anunció el “no va más” y lanzó la bolita. Esta, como siempre, rodó con delicadeza por el extremo del recipiente hasta perder fuerza y comenzar a rebotar como nunca por la cabeza de la rueda. Su caída fue precisa, limpia, predestinada. Se había vuelto a repetir mi número y yo había perdido la oportunidad. ¿O no, y la siguiente era mi momento? Estaba a punto de meter el gato en la caja. Qué momento tan maravilloso.