EL RELEVO
EL RELEVO
Aquella noche no iba a ser una noche cualquiera; lo sentía en los dientes y en la lengua. Aunque quizá fuera el picante que había cenado, en contra de la memoria de los consejos de su madre. Llevaba dando vueltas sin poder dormir más de dos horas y estaba bastante nervioso. Comenzó a contar ovejas, práctica en la que ya contaba con algún año de experiencia, pero no era capaz de mantener su atención en el maldito carnero que saltaba la valla. Su mente, su tormento, no dejaba de bombardearle con pensamientos intrusivos que generaban una ansiedad, un miedo, tan incomprensible como imparable. Él lo tenía normalizado. De alguna manera, sin haberlo pensado detenidamente, creía que todo el mundo viviría así. Sin embargo, justo en el momento en el que se encendió la luz del pasillo, tuvo la revelación opuesta: “Soy yo el que vive acongojado. Algo tengo que hacer”. Intentó ser valiente desde ese preciso instante en que la luz amarilla llegó a los pies de su cama. No quería pensar por qué se había encendido la luz, pero su mente no dejaba de atosigarle con múltiples y siniestras posibilidades. “¡Es un ladrón, es un espíritu, eres tú mismo!”
Le costó un trabajo enorme levantarse y no lo hizo hasta que no estuvo empapado en sudor. Entonces, se dirigió a hurtadillas al pasillo, se asomó lentamente y se encontró vacío. Tampoco había nadie y el silencio, aun siendo lógico a esas horas de la noche, le hacía sentir un mal presagio. La cabeza le latía con fuerza y la sangre le pasaba zumbando por su oído derecho. Cogió fuerzas y comenzó a andar con la intención de no dejar nada sin explorar. Cada vez que entraba en una habitación, la iluminaba, pero no hallaba nada relevante. Aun así, su miedo no disminuía. Ni siquiera cuando hubo investigado todos los espacios posibles consiguió calmarse. Después, fue apagando una a una las luces y frenó al lado del interruptor del pasillo para pulsarlo antes de regresar a la cama. Pero primero, temiendo volver a oscuras, decidió iluminar su dormitorio, cosa que no había hecho al salir al pasillo. Sin embargo, al llegar al umbral, pudo ver en la penumbra, sentada en la cama, a una anciana que miraba al tendido sin hacer nada. Tampoco se inmutó, cuando él, del susto al dar marcha atrás, tropezó y cayó al suelo de espaldas. Quiso correr al abrigo de sus padres, pero ya no tenía edad y se escapó de casa.
No fue muy lejos: se quedó en el parque bajo su ventana, desde donde podía intuir la luz del pasillo. La imagen de la vieja no se le iba de la cabeza por más que quisiera expulsarla. Con ese propósito, decidió columpiarse un rato. La temperatura era agradable y no sabía qué más podía hacer. Comenzó a balancearse sin ganas, pero la maldita anciana de pelo blanco no parecía tener intención de ir a ningún lado. Incrementó el impulso para coger velocidad y así dejarla atrás. El caso es que, por absurdo que parezca, cuando el columpio alcanzaba la fuerza suficiente como para casi dar la vuelta sobre su eje, conseguía disfrutar de unos instantes de aparente tranquilidad en un estado constante de nervios.
Estuvo jugando hasta el amanecer, mirando recurrentemente a su ventana, pero la luz no se apagó y no tenía el coraje suficiente para subir. Por fin, ya con el sol asomando entre los edificios, y al no poder distinguir si la bombilla del pasillo seguía prendida, se armó de valor y subió a casa. En el rellano de la escalera estuvo a punto de volverse a marchar, pero abrió la puerta y comprobó que la luz ya no estaba encendida. Supo al instante que la vieja se había marchado y después de cerciorarse, continuó su vida como si nada.
Pudo disfrutar del resto del día, aunque tuviera algún pensamiento inoportuno advirtiéndole de que la noche se acercaba. Así, conforme caía la luz del sol, la incertidumbre creció hasta alcanzar, de nuevo, el canguelo. Para cuando llegó la hora de acostarse, tenía todas las luces de la casa encendidas, pero la sensatez le decía que debía apagarlas antes de dormir. Lo hizo dejando la del pasillo para la penúltima, pues tenía encendida también la de su mesilla, pero al pulsar el interruptor, notó una sustancia viscosa que no supo identificar. Se lavó las manos y por fin corrió a su dormitorio con la sensación constante de que alguien le pisaba los talones. “No hay nadie. Solo estoy yo”, se decía. Pero por más veces que se lo repitiera, era incapaz de creérselo. Juntó la puerta de su dormitorio y se metió apresurado en la cama a taparse con la sábana como si fuera algún tipo de mágica protección. La luz de la lámpara de sal de la mesilla le daba seguridad y estuvo a punto de dormirse en varias ocasiones. La última vez, le despertó un sonido que no tardó en identificar: el ruido que causaba un interruptor al encenderse. Abrió los ojos con temor de que el pasillo estuviera iluminado, pero no veía ningún tipo de claridad a través del resquicio de la puerta. Pensó que serían imaginaciones y volvió a intentar conciliar el sueño. Sin embargo, una vez más, escuchó, con más nitidez si cabe, cómo alguien presionaba otro interruptor. Tardó más en abrir los ojos, pues el miedo creció de súbito en su interior y comprobó que, efectivamente, una tímida luz blanca dibujaba con precisión la rendija de la puerta. Tenía que ser el fluorescente de la cocina o las bombillas LED del baño, pero mientras lo lucubraba, se encendió una nueva luz que transformó el blanco en amarillo. Se metió bajo las sábanas e intentó hacer respiraciones conscientes, pero el miedo, el calor, la ansiedad, el sudor y el ruido de un nuevo interruptor presionado con fuerza, hicieron que se desarropara por completo y volviera a centrar su vista en la abertura. El fino haz se introducía hasta los pies de su cama. Y otra más. “¡La vieja esta va a encender todas las luces de la casa!”, exclamó la voz de su cabeza. Buscaba una explicación que no le atemorizase, pero todas lo hacían. Sin pensarlo, se levantó con la idea de enfrentar a la anciana, pero cuando fue a coger el pomo, oyó cómo alguien tiraba de la cisterna. Entonces, cerró la puerta del todo y se introdujo rápido en la cama. Tardó bastante en dormirse, pero al no escuchar ningún ruido más y no ver la inoportuna línea de luz, consiguió conciliar el sueño. Justo antes de hacerlo, se juró cambiar algo al día siguiente, pero al día siguiente no cambió nada.
Los días se convirtieron en calcos unos de otros: cada mañana le costaba horrores levantarse, ya que, por miedo, se dormía a altas horas de la madrugada. Casi todas las noches sucedía algo que le perturbaba, aunque ya dudaba si todo aquello era real. Además, en el caso de que fuese una noche tranquila, la sugestión ya le tenía aterrorizado. Cuando por fin salía de la cama, lo hacía con alegría, una alegría que iba mermando con el correr de las horas hasta llegar al terror nocturno. Sin embargo, por más que gracias al miedo se concienciara de que tenía que modificar su existencia, nunca lo hacía. Tenía la ingenua esperanza de que ese algo cambiase por sí solo, de que la anciana le dejara dormir tranquilo y así, esas emociones desagradables desaparecieran. Algo que nunca sucedía.
De hecho, la situación empeoraba. Varias veces despertó de madrugada con la luz del techo encendida. La tercera vez que ocurrió, sufrió un ataque de pánico y se marchó de casa con la idea de no regresar. Estuvo vagando por las calles y los parques toda esa noche y el día siguiente. Cuando atardecía, sus pies se encaminaron al hogar, pero su cabeza tenía la firme decisión de no subir. Una vez más, desde el columpio monitorizaba su ventana, esperando que se encendiera la luz. Sin embargo, no fue esto lo que pasó, sino que alguien se asomó y saludó, brazo en alto, con energía. Era un niño de no más de diez años que le hizo gestos con la mano para que subiera y después desapareció. Entonces sí, se encendió la luz y él, como obligado por el mandato del infante, subió a su casa como si no hubiera ningún problema.
Abrió de golpe con decisión, asustando al niño que corrió a esconderse por algún lugar de su hogar. Tuvo el impulso de correr detrás de él, pero no quería amedrentarlo; “suficiente tendrá con la vieja”, pensó. Solo el pasillo estaba iluminado, pero no le hizo caso y avanzó lento hasta su cuarto. Sabía que iba a estar ocupado, pero debía cerciorarse. Así, con su pulso como única banda sonora, por fin tuvo visión directa de su cama, donde la anciana descansaba en la misma posición que la primera vez. Se quedó petrificado observándola. “¿Qué hacía ahí?”. El sudor le caía por la frente, pero no podía retirar la mirada. Su silueta le resultaba familiar, incluso creyó que iba a reconocerla, pero algo se movió bajo las sábanas en la oscuridad; no estaba sola. “¿Será el niño? Tengo que ayudarle”. Las gotas le caían por la frente y por la espalda, el corazón marcaba con fuerza su ansiedad, pero dio un paso al frente con intención de entrar en su dormitorio. Sin embargo, la anciana se giró rápido y con una agilidad inaudita, se levantó, llegó hasta él y le susurró:
—Respiras demasiado fuerte. Le vas a despertar.
Y cerró la puerta en sus narices. Un nuevo ataque de pánico le sobrecogió. Sintió que iba a morir y tambaleándose y apoyándose en las paredes del pasillo, llegó hasta la puerta del baño donde cayó de rodillas. Temblaba de pies a cabeza e intentó asirse a algo para no acabar tumbado en el suelo, pero lo único que consiguió fue apagar la luz del pasillo, la única que permanecía encendida. Al hacerlo, antes de acabar tumbado en el suelo, volvió a notar esa sustancia pringosa sobre el interruptor. La oscuridad, a la que siempre había tenido miedo, era absoluta; no había diferencia entre abrir y cerrar los ojos. En cualquier caso, seguía viendo en su mente la silueta del rostro de la anciana y escuchando su propia respiración descontrolada. Sin embargo, el hecho de estar completamente ciego, ahora no le producía ningún temor. Tuvo una sensación muy agradable al ser consciente de ello, al sentir que había crecido, aunque fuera un poco. La imagen del rostro de la vieja al contraluz continuaba acechándole, pero quizás, por el valor insuflado por la reciente superación del miedo a la oscuridad, no retiró la mirada. Incluso intentó visualizar a la anciana con detenimiento y la trajo de nuevo a su mente con más claridad. “Hasta la voz me resulta conocida”, pensó. Y, al tiempo que pensaba esto, notaba su mano, aún viscosa por la sustancia del interruptor. Casi como un acto reflejo, se llevó los dedos a la nariz y olfateó fragancias de otra época.
Se levantó de inmediato y, sin siquiera lavarse las manos o encender la luz, fue a su dormitorio, abrió la puerta y se acercó hasta la vieja. Se sentó a su lado sin hacer ruido y, rodeándola con el brazo por la espalda, le susurró:
—Acuéstate, mamá. Yo me encargo.
La anciana se levantó, ahora sí, despacio y con cuidado, como corresponde a alguien de su edad, le besó en la cabeza y salió de la habitación. Él ocupó su lugar y posó una mano sobre la del niño, que permanecía despierto, aunque no pudieran verse.
—Tengo miedo. Enciende la luz del pasillo, por favor.
—No hace falta. Ya estoy aquí. Yo también tenía miedo.
—¿Tú también? Si ya eres mayor.
—No tiene que ver con la edad. Nunca dejamos de ser niños. Lo bueno es que eso significa que no tienes que esperar a ser adulto para perder el miedo, como yo.
—Es que no sé cómo. ¡No me sueltes!
—No, no te suelto, solo te quiero dar la otra mano. Toma, agarra. Huélete los dedos ahora. ¿Qué es?
—La crema que usaba mamá.
—Olía fatal, ¿eh? Nunca se la extendía bien e iba dejándolo por todos lados, ¿lo recuerdas? Pues hubo una vez que me enfadé con ella muchísimo. Había dejado unas galletas sobre la encimera para comerme luego y cuando fui las había guardado en el armario. Nada más meterme la primera en la boca me vino el olor y el sabor a la crema esta asquerosa… Le monté un pollo increíble. Nunca más he vuelto a comer galletas.
—¿En serio? ¡Con lo buenas que están!
—¿A que no tiene sentido?
—Ninguno. Por una vez que te hayan sabido mal…
—Lo sé. Hacemos una cosa, yo vuelvo a comer galletas y tú empiezas a dormir con la luz apagada.
—Si no te vas.
—No voy a ningún lado. Y siento haber tardado tanto en llegar.