EN LAS SILLAS
EN LAS SILLAS
Durante toda mi infancia, mi padre se quedaba velándome mientras dormía. Yo agradecía el gesto, aunque no sabía por qué lo hacía, ya que no tenía miedo y jamás se lo había pedido. Solía reflexionar acerca de esto antes de dormirme mientras él me observaba, sentado en su sitio. Usaba siempre la misma silla de madera de la cocina, que había pertenecido a su abuela. No daba la sensación de ser muy robusta y crujía siempre que realizaba cualquier tipo de movimiento sobre ella. Es cierto que en mi dormitorio no había ninguna que pudiera usar, pero en el salón tenía otras opciones mucho más cómodas. Desde que tengo uso de razón, recuerdo el mismo proceder por su parte: conmigo ya entre las sábanas, le escuchaba coger la vieja silla de la cocina, traerla hasta mi cuarto, ponerla a los pies de la cama, sentarse con un suspiro gratificante y colocar su mano sobre mis pies a esperar a que me durmiera. Durante el rato que yo tardaba en conciliar el sueño, él estaba allí, silueteado contra la tenue luz del pasillo, que dejaba encendida al principio durante unos minutos. No hacía nada. En su momento, quería creer que tenía un mundo interior muy rico y se dedicaba a pensar y con eso le bastaba. Pero recuerdo que, ya de pequeño, me parecía extraño que pudiera aguantar sentado de manera inmutable tantas horas. Y es que, como le ocurre a todo el mundo, muchas noches después de perder la conciencia, me desvelaba de madrugada y, ya con la luz apagada del pasillo, continuaba viendo su desdibujada silueta. Recuerdo darme la vuelta entre sueños para seguir durmiendo y pensar que no sentía su mano sobre mis pies. Además, su postura en la silla cambiaba de forma notable; siempre se sentaba con la espalda recta, ambas plantas de los pies apoyadas en el suelo y pocas veces se acomodaba sobre la vetusta madera, imagino que para no hacer demasiado ruido con los inevitables crujidos del antiguo y quebradizo nogal. Sin embargo, cuando despertaba en mitad de la noche, su pose era opuesta a la anterior: ya no permanecía recto, sino que se escurría en la silla con la cabeza caída sobre su pecho y las piernas estiradas en el suelo. Las primeras veces que le vi, creía que estaba dormido, pero cuando le miraba fijamente, él levantaba su cabeza y me observaba en la oscuridad, asintiéndome.
El punto de inflexión llegó con la muerte de mi padre cuando yo tenía diez años. Durante el día casi no notaba su ausencia, pero al llegar la noche y no sentir su mano sobre mis pies me costaba horrores conciliar el sueño. Lo primero que hice fue ponerme una pesada manta sobre mis piernas para notar algún tipo de presión, algo que me ayudó, pero no fue suficiente. Decidí también encender la luz del pasillo, pero se quedaba encendida demasiado tiempo y acababa por molestarme, obligándome a levantarme para apagarla con el consiguiente desvelo. Fue entonces cuando, después de una larga noche de insomnio, justo antes de caer dormido al amanecer, escuché el chirriar de la silla en la cocina. A la mañana siguiente no recordaba el suceso, pero llegó a mi mente durante el correr del día con la duda de si había sido real o tan solo un sueño. En cualquier caso, con la idea de dormir mejor, a la noche siguiente, antes de acostarme, fui a la cocina, arrastré la silla hasta mi cuarto, la dejé donde siempre la colocaba mi padre y me tumbé en la cama. Durante varios largos minutos observé la ausencia de mi padre sobre el asiento, sintiendo la presión de su imaginaria mano en forma de pesada tela y, de alguna extraña manera, la simple presencia de la silla en su lugar me hizo caer dormido sin siquiera darme cuenta.
El crujido de la madera me despertó de madrugada, pero no abrí los ojos. “¿Papá?”, pensé. Tenía miedo. Pero no de ver a alguien sentado, sino de lo contrario y por ende sentir su ausencia más fuerte que nunca. Por fin, después de varias respiraciones agitadas, tuve el valor de mirar a la silla y pude ver la silueta derretida sobre el nogal. Esa silueta que se repanchingaba con el cuello caído, las piernas estiradas y que, cuando la observaba durante varios segundos, me correspondía la mirada, asintiéndome. Fue entonces cuando entendí que esa sombra que llevaba viendo toda mi infancia cuando la luz del pasillo se apagaba y mi padre se iba a la cama a dormir, no se trataba de él, sino de alguien más que utilizaba su silla cuando estaba desocupada. Sin embargo, esa presencia no me infundió ningún temor. Llevaba custodiándome demasiados años, no tenía sentido que quisiera hacerme ningún daño ahora. Además, había compartido la labor con mi padre de hacerme compañía mientras descansaba. Noche tras noche, continué arrastrando la silla a mi dormitorio, escuchando el chirriar del nogal bajo el peso de la presencia y observando a esa silueta mover su cabeza arriba y abajo.
Con el tiempo empecé a preguntarme si solo sería en esa silla donde venía a descansar la presencia o si, por el contrario, estaban utilizando más asientos por la casa. Así, una noche antes de que hubiera llegado la figura que ya conocía, me dirigí al salón, abrí la puerta y comprobé que todas las sillas pegadas a la mesa estaban vacías. Decidí descorrerlas por si ellos no pudieran y volví a mi dormitorio caminando a oscuras, justo cuando la presencia salía del dormitorio de mis padres en dirección a mi cuarto. Verla moverse sí me produjo cierto temor o quizás fue saber que venía de estar con mi madre y no sabía si a ella podía hacerle algún daño. Corrí a meterme bajo las sábanas y esperé que llegara la sombra a su asiento. Sin embargo, el crujir de la madera no se producía, cuestión que me puso aún más nervioso. Me mantuve en vela escuchando casi una hora, pero el silencio roto noche tras noche por la desvencijada silla de mi bisabuela no llegaba. Entonces, temiendo que la silueta no hubiera salido del cuarto de mi madre, fui a cerciorarme y comprobé que seguía sola, como siempre, durmiendo despreocupada, ajena al juego de sombras que se producía cada noche bajo su techo. La observé, fijándome en su profunda respiración, pensando en por qué no me había hablado todavía de la muerte de mi padre, y salí con intención de regresar a la cama. Sin embargo, acabé entrando de nuevo al salón para confirmar que la silueta que me acompañaba noche tras noche había cambiado de silla, y no solo eso, sino que ahora compartía mesa con otras tres presencias que giraron su cuello en la penumbra para recibirme con un ligero golpe de cabeza, que percibí como un agradecimiento. Permanecí un instante observándolos y me acosté a dormir por fin, tras la aprobación gestual de la silueta que ya conocía. Al día siguiente, confronté a mi madre y ambos lloramos la pérdida de mi padre.
A partir de ese momento, siempre descorrí los asientos de la mesa para permitir descansar a los habitantes de nuestra casa. Seguía colocando la silla de nogal que solía usar mi padre en mi dormitorio, pero raras veces venía a sentarse nadie. Además, aunque lo hicieran, cada vez llamaban menos mi atención y llegó un día que desaparecieron o dejé de verlos.
Con el paso de los años, olvidé el danzar de las siluetas por los pasillos del hogar de mi infancia, los asientos usurpados cuando no estaban siendo utilizados y sus gestos cordiales con la cabeza. Perdí la silla de mi bisabuela, el contacto con mi madre y el recuerdo de mi viejo. Formé una familia o ella me formó a mí, y cogí la misma costumbre que mi padre tenía conmigo; quedarme sentado en una silla esperando que mi hijo se durmiera. Fue allí sentado donde comprendí, a través de mi propia experiencia, por qué hacíamos eso noche tras noche: por la sencilla razón de que durante el día no disponíamos del tiempo.
Puede parecer extraño, pero en mi memoria no quedaba atisbo de esta costumbre heredada, hasta que un día mi niño se despertó asustado de madrugada y me preguntó si todo estaba bien. Yo no abrí la boca, tan solo asentí. Y mientras lo hacía, vinieron a mi mente en tropel todos esos recuerdos bloqueados. Mi hijo no necesitó más que un gesto de mi cabeza para perder el miedo y continuó durmiendo plácidamente. Sin embargo, el miedo que yo no había tenido en la infancia me asaltó de golpe en la paternidad y me obsesioné con una vivencia de la que ya no tenía la certeza de que fuera real.
A partir de aquel momento, comencé a descorrer las sillas, a cambiarlas de lugar, a observarlas largas horas de madrugada, a palparlas en la oscuridad… Pero no hubo manera de que esas sombras hicieran acto de presencia, y no sabía si quería que lo hicieran. Mi mujer, al principio confundida con el baile de sillas por la casa, comenzó a preocuparse por mi obsesión con ellas y acabó por preferir no tener trato con la persona en la que me había convertido. También comenzó a disgustarle que arrastrara la silla de ruedas hasta el cuarto de nuestro hijo y pasara allí las horas muertas. Al final, mi neura con las sillas rompió mi relación con mi esposa, que me prohibió entrar al cuarto del niño por la noche para no despertarle. Intenté dialogar con ella, pero temiendo que la situación empeorase, acepté sus condiciones. Dejamos de dormir juntos y solo nos hablábamos para lo esencial. Yo descansaba en el sofá, desde donde podía ver las sillas anhelando que regresara alguna presencia, pero pasaba las noches en vela sin ninguna visita. La falta de sueño me tenía enfermo, deambulando en calcetines por la oscuridad para no hacer ruido, parándome en el umbral de la puerta del dormitorio de mi hijo y mirándole mientras dormía. A menudo entraba en mi antiguo dormitorio y sentía mi ausencia al lado de mi mujer, que no era consciente de que yo me dedicaba a observarlos.
Una noche, en uno de esos paseos hasta los pies de su cama, escuché las ruedas de la silla del ordenador moverse rápido por el pasillo. Me quedé petrificado con los ojos fijos en los párpados de mi esposa, pero no se despertó. ¿Cómo era posible? El ruido había sido ensordecedor, como si quien arrastrara la silla quisiera despertar a la familia entera. Salí al pasillo, pero no estaba allí. Sin pensármelo un instante, fui al dormitorio del niño y me asomé desde la puerta intentando que no me viera si estaba despierto.
La silueta de mi hijo, sentado sobre el colchón, miraba fijamente a la silla del ordenador pegada a su cama y asentía en la oscuridad. De pronto, sentí que la situación debía ser al revés. Salí de mi escondite mostrándome por completo, pero mi hijo no retiraba la vista de la silla, sin dejar de asentir a alguien que me tapaba el respaldo. Desde fuera, comencé a hacer aspavientos para llamar su atención, pero no daba resultado. Ni siquiera los susurros de su nombre hicieron que se percatase de mi presencia. No tuve más remedio que desobedecer el mandato de mi mujer. Entré en la habitación acercándome paso a paso hasta tener la silla al alcance de la mano, alargué el brazo y, sin pensármelo un instante, giré rápido el respaldo. Nada. Miré a mi hijo que se reía ante lo sucedido pataleando nervioso, sin detener sus ojos en mí ni por un segundo y, como si alguien me chivara lo que tenía que hacer, puse mi mano sobre su pie haciéndole parar y quedarse serio. Él se incorporó desorientado, se miró a sí mismo y giró la silla para poder continuar observando algo donde yo solo era capaz de apreciar vacío.
—¿Papá?
Entonces comprendí que ya no podría verme como yo quería que lo hiciese; había perdido la oportunidad. Pensé en mi padre, en que había cometido sus mismos errores y asentí en la oscuridad, sintiéndome ausente. Hay cosas que tienen su tiempo y su lugar. Sigo vagando de silla en silla y observando a mi hijo dormir, pero ya no es lo mismo. Temo que, como a mí me sucedió con mi padre, algún día deje de sentirme por completo y se olvide de mí.