Huérfano
Huérfano
Lo primero que me dijo al verme fue una mentira que yo acepté, y a partir de la cual estructuramos nuestra forzosa y breve relación. Una relación de cuarenta años de ausencia y quince horas de terapia. Creía la supuesta realidad demasiado dura como para afrontarla y, aunque acabábamos de conocernos y tuviera tantas cosas que echarle en cara, decidí dejarlas para más adelante, para cierto futuro que ya no necesito. Todo sucedió hace ya demasiado tiempo, aunque a mi niño interior le pareciera que fue ayer.
Crecí en un orfanato del que no tengo la más mínima queja. Esto no es una película en la que los trabajadores sociales son unos psicópatas que torturan a los chavales. En mi caso, aun siendo estrictos y teniendo una libertad relativa, las personas que ejercieron de padres lo hicieron lo mejor que pudieron y no tengo nada que recriminarles acerca del trato recibido. Sí lo tengo sobre la comida, pero eso no es culpa suya. Formaron al hombre que soy hoy, y no tuvieron que hacerlo del todo mal, porque, incluso no teniendo las facilidades que pudieron tener otros y, a pesar de las puertas que cierra mi discapacidad, conseguí hacerme rico en apenas tres años desde que terminé mis estudios de informática. No tener familia ni amistades reales fue una ventaja a la hora de dedicarme a trabajar, pero no quiero quitarme mérito: no todo el mundo, por mucho tiempo que le dedicase, habría conseguido desarrollar una aplicación tan compleja en tan poco tiempo. El programa era capaz de reunir a personas de la misma familia a través de la huella dactilar. Daba igual el grado de parentesco que relacionase a los diferentes usuarios, si tenían consanguinidad el algoritmo lo detectaba. Por supuesto, los interesados podían acotar la búsqueda tanto como quisieran. No es complicado pensar para qué la hice, pero no hubo suerte. Para que funcionase era necesario que ambas personas estuvieran registradas y tuvieran la intención de encontrarse. En mi caso, tan solo di con un primo lejano por parte de mi madre, que era poco más mayor que yo y no había conocido a esta, como es lógico, pues murió al darme a luz. Además, resultó ser un gilipollas importante, que no dudó en intentar sacarme dinero a las primeras de cambio. Tampoco sabía nada de mi padre y los suyos no eran mejores que él. Enseguida rompí la relación con ellos, con un sentimiento de culpa al hacerlo. Y es que tenía un deseo enorme de tener familia, pero no a cualquier precio. Me convencí de que en mi sangre debía haber algún tipo de maldición y que mi destino era estar solo.
El tiempo pasó terriblemente rápido, como dirá cualquiera que haya vivido casi cuatro décadas y sienta que no ha hecho nada importante. Enfoqué mi vida en el trabajo, algo en lo que buscaba un sentimiento de realización, aunque en el fondo supiese que jamás podría llenar el vacío que sentía. Vendí mi aplicación y mi empresa por una absurda cantidad de dinero y lo abandoné todo. Así, me dediqué a derrochar mi imperio en el menor tiempo posible. Despilfarré casi todo mi patrimonio en menos de tres años, una proeza de la que nunca me hubiera creído capaz. Al cumplir los cuarenta estaba viviendo la adolescencia con un orgullo propio de eso, de un adolescente, de un cretino. Sin embargo, no tengo ni pizca de arrepentimiento; las mujeres que se me acercaban lo hacían por mi dinero, sentía que llegaba tarde a tener descendencia y antes de que el Estado se quedara con mi patrimonio, mejor malgastarlo. Me voy a ahorrar aquí los desaforados excesos a los que me dediqué por decoro y respeto a los pobres que puedan estar leyendo, no por vergüenza. Tan solo tengo que contar uno de ellos: el desencadenante que hizo que encontrara a mi padre, pero no adelantemos acontecimientos.
Lo primero que tengo que decir es que no me complace recordar este suceso. En aquella época, mi moral era maleable, la ética, un panfleto mojado y mis carencias afectivas, el último ingrediente que me arrastraba a largas noches de autodestrucción.
La limusina me recogió en casa a las diez de la noche. Para esa hora ya llevaba encima unas pocas cervezas y algo de cristal. Pensaba hacer el mismo recorrido de siempre por los garitos más exclusivos de Madrid, pero enseguida las cosas empezaron a torcerse. Bebía champagne con la ventanilla bajada, disfrutando del fresco viento nocturno y de las luces de Gran Vía, cuando un grupo de jóvenes curiosos se fijó en mí y se acercaron. Dos chicas preciosas, de no más de veinticinco años seguían a pie la limusina, gracias al atasco. Bebían latas de cerveza, contra las que choqué mi copa de champagne.
—¿Por qué no has cogido un coche más grande para ti solo?
—¡Casi no cabe!
—¡Qué rápido habéis empezado con el bullying!
—¿Eh? ¡Ah, no, no es por eso!
—¡Qué mal pensado!
—Es broma. Estoy acostumbrado, aunque así fuera.
—¿Por qué tan solo?
—¿Dónde vas?
—Cuidado con las motos.
—Que se esperen.
—Vuestros amigos os llaman desde la acera.
—Que se esperen también.
—¿Dónde vas?
—A lo mismo que vosotras.
—¿A ponerte ciego en un antro?
—Exactamente. Aunque imagino que frecuentamos diferentes ambientes.
—Eh, ¡qué pasa!
—¡Mira ahora quién hace bullying!
—No, no, qué va, al contrario. Seguro que vuestro garito tiene mucha más clase que el mío. Donde voy solo hay dinero.
—¡Pues vente al nuestro!
—Vuestros amigos se están cansando.
—Eso, vente con nosotros. Seguro que te podemos meter en lista. ¡Uno más no ocupa lugar!
—¡Y dale con el bullying!
—¡No! Eres gracioso. Venga vente.
—¿Cuántos sois?
—Ocho.
—Montaos. Os acerco.
Los asientos de mi vehículo se transformaron de inmediato en una improvisada fiesta, donde los chavales disfrutaban de mi poder adquisitivo. No solo de la limusina, sino de mi bebida y cristal. Evidentemente, cuando te muestras tan dadivoso con un grupo de borrachos tan jóvenes, pasas a ser su amigo del alma en un periquete.
—¡Es la puta mejor noche de mi vida!
—¡Eres el duende que faltaba en nuestro grupo!
—¡Vas a flipar esta noche!
—¡Te vamos a enseñar el verdadero «Madrí»! Seguro que en los sitios pijos a los que vas tú…
—¡Sube la música, chófer!
Música electrónica que me hizo entrar en una especie de trance. O quizás fueron sus drogas, que no eran de tan buena calidad. O intentar beber a su ritmo. O que quería noquearme y no sabía cómo. Lo último que recuerdo es estar bailando con esas dos chicas preciosas y despertar tirado en unos cubos de basura gracias a los tiernos besos de un chihuahua. Tardé en recomponerme unos segundos, en los que pude ver cómo un anciano con bastón se acercaba despacio hasta mi posición.
—¡Sal de la basura, Gorrión!
Pero Gorrión, el chihuahua, se había encariñado conmigo y no se movía de mi lado. Pude entonces levantarme, percatándome de que estaba desnudo, y asusté al pobre viejo.
—¡Zagal! ¿Qué te ha pasado?
—No se preocupe, estoy bien.
—¡Estás sangrando! ¡Tápate, muchacho!
—De verdad, no es nada…
—¿Cómo has acabado aquí? ¿Has visto las horas que son? ¿Dónde están tus padres? ¡Ven, ven, vamos a casa! ¡Venga, Gorrión!
Podía haberme negado, haberle sacado de su engaño, pero algo me hizo guardar silencio y seguirle, tapándome los genitales con su boina.
Ya en su casa, un vetusto, diminuto y antiguo piso lleno de mierda, pude saber, sin atisbo de duda, que el anciano tenía algún tipo de demencia. Me pareció extraño que viviera solo, pero por más información que traté de sacarle sobre su familia, fui incapaz de hacerle hablar. Él tan solo estaba preocupado por mi ceja partida y mi ojo morado. Insistió en curarme e incluso trató de ayudarme a asearme, pero me las ingenié para encerrarme en el baño y darme una ducha fría, no por gusto, sino porque ni siquiera disponía de agua caliente. Después, ya vestido con sus ropas de olor rancio que me quedaban enormes, me dejé curar por sus arrugadas manos, bajo la atenta mirada de Gorrión. No sé si es triste reconocerlo, pero cuando el sol salió de entre los tejados madrileños y entró por la pequeña ventana de la cocina, dándome en la cara, pensé que era uno de los momentos más felices de mi vida y me eché a llorar. Enseguida, el cariñoso abuelo trató de consolarme con palabras y caricias que acrecentaron mi felicidad y mi dolor, que tuvieron su punto álgido en un abrazo, fruto de un engaño. Tenía que haberme marchado nada más separarnos, pero dudé, y Gorrión se me acercó buscando mimos.
—Qué chihuahua tan sociable.
—Lo encontré en la basura, igual que a ti. No llores, muchacho. ¿Quieres algo de desayunar? No tengo cereales, pero puedo hacerte unas tostadas de tomate. Vamos, que no es para tanto, seguro que lo que te pasa tiene solución. A ver, ¿dónde están tus padres?
No contesté a la pregunta ni me marché a casa. No quise recordar lo sucedido aquella noche en la que abusé de una muchacha y dejé que abusaran de mí. Me mantuve encerrado en aquel apartamento de otra época, dejándome cuidar y cuidando de un solitario y senil anciano. Tan solo salíamos tres veces al día a pasear a Gorrión y a comprar el pan. Ni siquiera podía pagar nada, ya que había perdido la cartera y el móvil, algo que no me preocupé en denunciar. Me acoplé a la existencia de aquel señor mayor que me trataba como se debe tratar a un niño. En los días siguientes, no se interesó más por mi vida; parecía que había estado allí siempre y no había razón para marcharme. El mundo seguía girando, pero ni él ni yo teníamos interés en lo que sucedía allí fuera. Al que más le interesaba la calle era a Gorrión, nuestra ancla a esta realidad.
La semana siguiente, antes de que me sirviera la comida, se me ocurrió encender la tele y poner los informativos. Fue degustando el insípido potaje cuando escuché la noticia que hablaba de mí y que tendría que haberme hecho abandonar mis infantiles vacaciones. Sin embargo, apagué la televisión y terminé de comer como si aquello no hubiera ocurrido. Ni siquiera traté de investigar el tema para saber exactamente de lo que se me acusaba. Sencillamente, continué alimentando la demencia de aquel anciano y sacando a pasear a Gorrión día tras día, sin reflexionar un ápice el porqué de mi comportamiento.
Entonces, el decimocuarto día por la mañana, mientras estaba sentado en el retrete, escuché cómo el viejo hablaba con alegría. En un primer momento, creí que mantenía una conversación él solo, pero enseguida distinguí una voz grave y ronca que se desplazaba por la vivienda.
—Sí, lo sé, me tenía que haber pasado antes. Pero lo tienes todo muy bien recogido. ¡Quita, chucho!
—No le hables así. Ven, Gorrión. No confías en mí.
—Claro que sí. No te pongas así, papá. Te acabo de decir que lo tienes todo muy bien. Otras veces aquí no hay quien pase.
—Sí. También me ayuda el muchacho.
—No hay ningún muchacho, papá. ¿Sabes quién soy?
—¡Claro que sé quién eres, a ver si te crees que estoy gagá!
—No he dicho eso.
—Ahora cuando salga te lo presento. Es un niño muy educado y me está sirviendo mucho.
—De acuerdo, como tú digas.
Para ese momento, yo ya me había limpiado el culo y había cerrado el pestillo del baño sin hacer ruido. Tenía la esperanza de que el hijo del viejo, creyendo que lo que su padre afirmaba eran desvaríos, se fuera de inmediato, pero escuché cómo preguntó por algo de beber y se sentó a tomárselo. Yo aguantaba sentado sobre la taza del váter, ocultando el mojón, que seguía allí pues no podía tirar de la cadena, y pensando qué decir en el caso de que me encontrara. Pero si tal cosa ocurría, no había excusa posible que dar. Tampoco podía esconderme en ningún sitio, así que mi suerte estaba echada.
Padre e hijo seguían conversando, si es que a eso se le podía llamar conversación. Y es que, por más que el anciano le contaba cosas, no conseguía arrancar más que parcos y abruptos monosílabos a su interlocutor. Daba igual que lo que dijese mi compañero de piso fueran puros inventos de su mente enferma o recuerdos de una vida que ambos compartieron, su descendiente no tenía interés alguno. Tanto era así, que incluso me estaba llegando a afectar, pensando que tenía que salir a defender su honor, cosa que evidentemente no hice. Esperé y esperé entre los aromas de mis residuos y la peste de ser yo hasta que escuché la frase que iba a precipitarlo todo.
—Que sí, papá. Tengo que ir al baño.
—No puedes. Aún no ha salido el chiquillo.
—Y dale. Bueno, no creo que le importe que eche una meada.
—No sé, pídele permiso.
Los pasos y la risa burlona del vástago llegaron hasta la puerta, que intentó abrir sin éxito. Insistió de nuevo con más ímpetu, pero el cerrojo se lo impedía.
—¡Papá, qué cojones pasa!
—Te he dicho que le pidas permiso. Llama a la puerta, no seas maleducado.
El corto silencio que siguió fue roto bruscamente a modo de puñetazos en la puerta.
—¡Quién anda ahí! ¡Que quién anda ahí! ¿Papá, quién cojones hay ahí?
—El niño, ya te lo he dicho.
—¡Qué niño ni qué niño!
—No chilles, que lo vas a asustar.
—¡Pero si huele a mierda!
—No andaba bien de la tri…
—¡Muchacho! ¿Hay alguien ahí? ¡Contesta!
—Lo has asustado, por eso no habla.
—Quita. ¡Quita, cojones! ¡Aparta!
Los marcos de madera de la puerta saltaron por los aires y apareció ante mis ojos el hijo de mi padre adoptivo. Un tipo de enormes proporciones, que no salía de su asombro al verme sentado sobre la taza del retrete con los pies colgando.
—¿Y este puto enano qué hace aquí?
No recuerdo pasar vergüenza en ese momento ni después, cuando llegó la policía, que no daba crédito, sobre todo después de saber quién era yo. Como luego pude enterarme, mi caso con aquellas dos muchachas se había hecho viral y las redes estaban llenas de memes. Conseguí que el hijo no tomara acciones legales y que la chica retirara la denuncia con bonitas palabras y buenas cantidades de dinero. Ni siquiera tuve que pasar la noche en comisaría y dejé a mi abogado atendiendo los pormenores. Lo cierto era que todo me daba igual, salvo tener que abandonar al anciano y volver solo a mi desproporcionado chalé.
Ya en casa, realicé una investigación rápida para enterarme de qué sabía el mundo sobre mí; no eran buenas noticias, pero ni aun así me sentí abochornado. Encontré múltiples teorías, a cada cual más disparatada, de lo que había sucedido en aquella fiesta. También había varias fotos mías editadas de archivo y dos de aquella noche con las frases más jocosas y dañinas que el ingenio colectivo pudo concebir. Una debía de ser de antes de que me propasara con la joven, festejando completamente borracho a hombros de un desconocido; y la otra fue tomada en algún momento del incierto tiempo que permanecí inconsciente entre los cubos, imagino que hecha por los mismos amables sujetos que me noquearon y me depositaron allí. Sin duda, esta era la peor, a nadie le gusta verse inconsciente, etílico y desnudo sobre bolsas de basura. Corrían mil versiones de dicha imagen, pero la más viral era una en la que me habían pintado de azul. Y es que nadie usaba ya mi nombre; de hecho, la forma más fácil de encontrar toda esta información era por el apodo que me había granjeado: «Pitufo libidinoso». Permanecí observando la foto intentando que llegara la vergüenza, pero no lo hacía. Tan solo sentía rabia. Rabia por haber sido un tipo ejemplar durante gran parte de mi vida y no haber obtenido ni una décima parte de la repercusión que conseguí en una noche sin principios.
Comencé a revisar el correo y las malas noticias se amontonaban. Mi gestor llevaba buscándome varios días para hablar sobre mi precaria situación financiera, y una antigua amante me amenazaba con vender fotos mías ahora que me había hecho famoso. Sin embargo, ninguno de esos correos me cortó la respiración; sí lo hizo uno de alguien desconocido, que traía por asunto «Nunca es tarde» y decía lo siguiente:
«No sé si quieres saber de mí y lo acepto si jamás recibo respuesta, pero llevo demasiado tiempo pensando en escribirte y después de lo sucedido… Lo que quiero decir es que, si necesitas hablar, ya sabes dónde estoy. No esperes que tenga muchas respuestas. Es obvio que no soy la mejor persona del mundo. No necesitas un padre y yo no pretendo serlo ahora. Espero que el asunto con la niñata esa quede en nada y, lo dicho, ya sabes dónde encontrarme».
Me había mandado el mail hacía cinco días y yo no tardé en contestarle ni un minuto para fijar un encuentro. Al día siguiente, le esperaba tomando café en el porche cuando mi mayordomo le hizo pasar. Lo primero que pensé al verle fue que era un viejo, algo lógico por otra parte, pero por alguna razón no había caído en la cuenta de que él también habría cumplido años. Debía de tener en torno a los setenta, pero su aspecto no era el mejor, y eso que intuyo que sus cuatro pelos engominados eran un vano esfuerzo por parecer arreglado. No me dejó ni levantarme y ni tan siquiera hubo saludo.
—Lo siento muchísimo, hijo. No hay día que no me arrepienta de mi comportamiento.
Aunque intuía que no era del todo cierto, el hecho de escucharle decir esas palabras supuso una calma instantánea que me hizo soltar varias lágrimas. La tensión que tenía se disipó y disfrutamos de una mañana espléndida. Durante el desayuno me explicó su vida y el porqué de su desaparición. Al parecer, era joven e inmaduro, tenía demasiadas adicciones, entre ellas el alcoholismo, y estaba profundamente deprimido. «Me tuve que marchar. Era lo mejor para ambos, aunque ahora no lo veo así. De todas formas, menos mal que lo hice, ¡mira lo bien que te ha ido». Pasamos al aperitivo y me extrañó mucho que se tomara un vermut y una cerveza, pero no hice comentario alguno. Le expliqué cómo había desarrollado mi aplicación y me aseguró no saber nada del asunto hasta que saltó la dichosa noticia en los informativos. Después fuimos a comer a uno de mis restaurantes favoritos y me habló de cómo era mi madre. Lo hizo despacio, bebiendo vino, en una actitud que me pareció ensayada, pero que pasé por alto. Más tarde, ya algo borrachos, fuimos a un ático a brindar con sendos güisquis por nuestro reencuentro. Me contó en qué había trabajado, que nunca formó una familia y dejó caer que no estaba boyante. Por último, acabamos en un club de empresarios del que formaba parte, que disponía de todo lo necesario para terminar la noche por todo lo alto. Sin embargo, poco después de entrar, uno de los encargados se nos acercó para hacerme saber que ya no era bien recibido y que me habían retirado el carnet de socio. Esto hizo entrar en cólera a mi padre, que estalló su vaso contra el suelo antes de marcharnos. Caminamos la ciudad, bebiendo un güisqui barato que compré en un chino. Paseábamos despacio, al ritmo de un anciano y de un enano. Y de eso hacía rato que quería cuestionarle, pero tenía miedo de su respuesta.
—¡Que nos echen por la tontería esa! ¡Tienes que denunciarles! ¡Esos no saben quién eres tú!
—Sí lo saben, sí.
—¡Pero ya está solucionado! ¡Ya has pagado condena!
—No exactamente, he pagado dinero.
—¡Ah, que con pasta se arreglaba! ¡Pues no habrá sido para tanto! ¿Cuánto le has soltado?
—Da igual. Era lo justo.
—Bueno, pero si ella ya ha cogido el billete, ¿quiénes son ellos…?
—Ya sabes cómo va, no quieren que se les relacione conmigo. No es por lo que hice. Si ahí dentro he visto yo cosas peores.
—¿Qué hiciste, por cierto? Porque es imposible saber qué sucedió de verdad.
—Algo que no debía.
—A mí, la que más me divierte es la que dice que metiste la cabeza bajo su falda para lamerle…
—¡Eso es mentira!
—¿Sí?
—Creo que sí. Aunque no tengo más que vagos recuerdos de…
—Es igual. Yo, cuando escuché la noticia, no me la creí. «Empresario con acondroplasia acusado de abuso a joven en…».
—¿Así lo dijeron?
—Tal cual. O «millonario con acondroplasia acosa a muchacha en la noche madrileña». Tienes para elegir.
—¿Alguno más?
—«El famoso creador de talla baja de la aplicación Lazos de sangre, denunciado por supuesta agresión sexual». Pero de la chica no dicen esta boca es mía.
—¿Y qué iban a decir de ella?
—Algo, ¿no? De ti pueden soltar cualquier cosa: quién eres, tu edad, que sufres acondroplasia. ¿Acaso es importante que tengas acondroplasia? ¡Pero de ella nada! ¡Que digo yo que algo haría allí!
—Bailar y beber.
—Ya, pero…
Ni siquiera tuve que hacerle la pregunta de si me abandonó por enano, y su respuesta afirmativa por cómo se había ido desarrollando la conversación, no fue en absoluto dolorosa. Sí lo fue su manera de decir «acondroplasia», como quien se lo ha estudiado para no meter la pata. Repitiéndolo como el niño que se ha aprendido la lección y quiere alardear. Como quien reproduce un pensamiento social instaurado, pero lo hace desde la obediencia y el beneficio propio. Como la presentadora de informativos por la que yo me enteré de toda la historia o como los verdaderos motivos por los que me habían echado del club. Todos eran la misma mierda y no tenía que perder un segundo más en ellos. Prefería mil veces la honestidad del hijo del viejo senil al llamarme «puto enano», que la hipocresía de mi supuesto padre declamando «acondroplasia». Él también se dio cuenta de que había dicho algo inapropiado, pero ninguno lo pusimos de relieve. Acabamos la botella de güisqui, quedamos para la semana siguiente y le llamé un taxi para mandarlo a casa y no verlo jamás.
Yo continué paseando por el más amplio Madrid desde que tengo uso de razón: por fin estaba liberado. O así lo sentí. Eran las dos de la mañana y escribí un mensaje a mi gestor: «Haz lo que tengas que hacer. Vende mi casa y cualquier cosa que me ate a este mundo. Despide a todos mis empleados y dales un jugoso finiquito. Inclúyete en la anterior sentencia. Gracias por tus servicios». Por fin, llegué al portal del recóndito pisito madrileño y llamé al telefonillo. Tuve que insistir varias veces, pero mi padre adoptivo acabó contestando.
—¿Quién es?
—Soy yo, el zagal.
Abrió la puerta y cuando salí del ascensor me esperaba con Gorrión en brazos y la sonrisa del que no pertenece a este sistema.
—¿Dónde estabas, muchacho? ¡Nos tenías preocupados!