LA MANCHA
LA MANCHA
Me desperté con la misión de salvar el mundo; durante unos instantes, en mi mente, la idea era perfectamente factible, pero cuando me di cuenta, gracias al peso de la realidad y la sensatez que ella trae consigo, de que era un iluso y jamás conseguiría nada semejante, comencé a limpiar. Si no podía salvar el mundo, al menos tendría la casa impoluta. Lo iba a hacer como el héroe que había soñado que era, empezando por el baño y acabando por la cocina, usando lejía y amoniaco, y sin guantes.
Contemplé, orgulloso y exhausto, la labor realizada: estaba todo impecable y me merecía una recompensa. Sin embargo, al abrir el frigorífico, los ojos se me llenaron de suciedad. No recordaba la última vez que había limpiado su interior, si es que alguna vez lo había hecho. Mi trabajo no había terminado. Comencé como el héroe que sabía que era, por el congelador, siempre por lo más difícil. Al acabar pasé a la nevera, que vacié al completo de comida y baldas, haciendo que pudiera observar una límpida y metálica mancha negra que llamó del todo mi atención. ¿Cómo no la había visto antes? Se encontraba al fondo, en el metacrilato blanco, y tenía el tamaño de una uva. En este caso, la dejé para el final y, después de limpiar el resto del frigorífico y saber que la única mácula que habitaba en mi hogar era la pequeña uva negra, me puse manos a la obra.
Utilicé un trapo amarillo de arriba abajo con fuerza para llevármela de golpe, pero al pasar por encima, noté que se me hundía ligeramente el dedo. Retiré el paño y vi que la mancha se había expandido, estirándose hacia abajo. Miré el trapo amarillo que no había sido capaz de recoger ni una mota del negro e insistí una vez más, ejerciendo más presión que antes. Lo que volvió a suceder no tenía sentido, y comencé a ponerme nervioso al ver que el negro seguía comiendo terreno al blanco del refrigerador. Además, no eran imaginaciones mías: cada vez que frotaba la mancha negra, la tela y mi mano detrás de ella se hundían en un agujero inexistente. Decidí cambiar el método e inicié por los bordes con la intención de conseguir un resultado diferente, pero lo que ocurrió me hizo cerrar de golpe la puerta. Mi mano se había introducido en ese espacio, haciendo que la dejara de ver durante unos segundos en los que sentí un frío muy particular. Lo que había sucedido era imposible. Abrí sin pensarlo y contemplé la mancha de más de un palmo para analizarla. Entonces me di cuenta de que mi trapo había desaparecido y, después de buscarlo y rechazar repetidas veces el pensamiento que sabía que era cierto, acepté que el paño amarillo se había quedado al otro lado. “¿Al otro lado de qué?”, musité.
Tenía que tocar la superficie casi líquida de la mancha. Acerqué mi cara lo máximo posible, teniendo que meter gran parte de mi cuerpo en el frigorífico, y aproximé mi dedo sin pensarlo hasta rozar el negro. Una vez más, mi carne obvió la necesaria solidez y se introdujo sin oposición hasta la mitad de la uña, haciéndome retirarlo temeroso. Observé mi dedo de cerca, comprobando que no tenía el más mínimo rastro de suciedad, y retomé la exploración. Conforme pasaba el tiempo, me sentía más cómodo con la situación y, con el objetivo de tocar algo que me diera alguna pista, mantuve mi mano dentro durante varios segundos, intentando palpar cualquier cosa sin éxito. Lo único reseñable del proceso fue el frío, que no pertenecía al del frigorífico, sino que era uno picante, pero a la vez agradable, que no había experimentado en mi vida. Allí dentro tenía que haber algo más y yo no podía quedarme sin verlo. Cogí otro trapo y comencé a frotar por los bordes, agrandando la mancha con una facilidad sorprendente. Así, en menos de un minuto, todo el fondo de mi nevera se había convertido en una metálica puerta líquida que esperaba ser explorada. De inmediato, metí las dos manos al mismo tiempo e intenté agarrármelas por dentro, pero, para mi sorpresa, por más juntas que estuvieran mis muñecas, era incapaz de sentir nada sólido al otro lado. ¿Qué magnífica brujería era esa?
Cerré la puerta y comencé a pasear por la casa, a pensar cuál debía ser mi siguiente paso, aunque ya lo hubiera decidido. Me miraba constantemente las manos por si les saliera un salpullido o desaparecieran como por arte de magia, pero seguían en perfecto estado. Tenía que entrar en ese portal, pero no podía hacerlo a la ligera. Ideé un plan por si algo me sucediera, que consistía en atar una cuerda a la mesa de la cocina y entrar sujeto a ella. Terminé de apretar el nudo, abrí la puerta y, encaramándome al frigorífico con algún miedo e inconveniente, hundí la cabeza en la mancha negra.
No tuve que abrir los ojos al otro lado para sentir que mi cuerpo había desaparecido. Pero no solo mi cuerpo material, sino yo mismo. De alguna manera complicada de transmitir, había perdido mi identidad, aunque siguiera sabiendo quién era. El líquido negro metálico que ahora habitaba me había disuelto en él o se había introducido en mí. Yo era esa mancha tanto como esa mancha era yo. Y lo mismo ocurría con cualquier cosa que pensara, aunque allí no existiese nada, aparecía al momento ante mí. Comencé a entender el funcionamiento de todo, haciendo gala de una clarividencia que jamás había experimentado. ¿Cómo no había visto lo sencillo que era? Las emociones, que antaño se amontonaban sobre mí sin saber por qué ni cómo las sentía, eran ahora comprendidas de forma inefable, haciéndome saber que todas eran la misma y que yo era cada una de ellas. Así, el blanco amor me mostró una imagen de mi infancia, rasgando el negro que habitaba para acercarme al niño que un día fui y seguía siendo. Yo, ajeno a mí mismo y a la importancia del abrazo que me di, acepté sus errores tanto como los míos y, al separarnos, el infante me señaló el intenso verde pintarrajeado por la mirada azul de mis padres, que leían la nota que había dejado antes de adentrarme en la mancha.
“Mamá, papá, hoy me he levantado con la misión de salvar el mundo. Iba a contároslo al despertar, pero nunca estáis en casa. Creo que he descubierto cómo hacerlo: la solución está dentro del frigorífico. Lo he vaciado por completo y voy a ver qué hay al otro lado. Espero llegar a ser otra persona. Esa que sea capaz de afrontar la realidad y ser feliz sin obsesiones superfluas. Que sea capaz de valorar lo que hay y es ahora mismo. Que os quiera como os merecéis, como se merece todo el mundo. Incluso yo.
Si llegáis y la cuerda sigue atada, tirad para que vuelva. Si no hay cuerda y no me encontráis tampoco a mí, es que no quiero volver a veros.
Besos”.