MOTIVOS DE CRECIMIENTO ESPIRITUAL
MOTIVOS DE CRECIMIENTO ESPIRITUAL
No quedaba más remedio que continuar por ese camino, aunque tenía reparos en que pudiera sucederle algo al coche. La vía de tierra llena de socavones zigzagueaba entre campos de cultivo vallados y parecía no tener fin. No nos habíamos cruzado con ningún humano desde hacía demasiado tiempo y empezaba a preocuparme porque tampoco teníamos cobertura. De pronto, su risa me sacó de mí mismo y llevó mi atención a un riachuelito que cruzábamos en ese momento sobre un minúsculo puente. Frené en seco, pero fui incapaz de ver a las tortugas. Sin embargo, por extraño que parezca, a quién sí pude observar fue a la pareja que permanecía dentro del coche parado. Ella reía alegre, argumentando el porqué de su felicidad mientras él la atendía, circunspecto, reflexionando soluciones prácticas a posibles escenarios imaginarios. “Es curioso, jamás me había creído de esta manera”, pensó su fracción de ser en el aire, propiciando que yo acelerara cauteloso, abandonándome por si se me ocurría juzgarme.
Seguí conduciendo e intenté continuar con la ruta como tenía planeado, pero no podía evitar sentirme ajeno, como si hubiera perdido algo que me identificaba y que consideraba de vital importancia. Algo que, por más que indagase, por más vueltas que le diese, no era capaz de encontrar. Ella no dejaba de admirar la belleza del paisaje, la fuerza del campo amarillo repleto de flores y las preguntas que se le ocurrían sobre una tierra que no era la suya.
—Todo, todo. Todo son encinas como la que vamos a ver.
—¿Y eso es lo que comen los cerdos?
—Sí, los ibé… ¡Joder, esto cada vez está peor!
—No es para tanto, ¿no?
—No, claro. Como si sucede algo me tengo que encargar yo.
—¿Por qué andás pensando que va a pasar algo? Además, para eso existen los seguros.
—Ya, ya. Siempre que guías acabamos metidos por unos caminos guapos.
El comentario no sentó nada bien a la copiloto, que volvió a centrar su vista en la naturaleza y a pensar en las carreteras de arena roja de su ciudad natal. El silencio se prolongaba con la vegetación raspando los bajos del coche, ruido que acrecentaba mi ansiedad por más que intentara anclar mi mente al presente. La imagen del vuelo de unos buitres consiguió que viviera el ahora durante unos segundos, pero de inmediato viajé al futuro a solucionar una avería inventada, que me costaba un dinero que no tenía.
—Por acá está todo abandonado.
—Si no hay nada más que campo.
—Hay huertos y alguna construcción como la que acabamos de pasar.
—¿La casa de piedra?
—¿Qué otra?
—Ya. Sí, ha vivido tiempos mejores.
—¿Crees que podrías vivir en un sitio así?
—Estaba prácticamente derruida. No es seguro…
—¡Sabes a lo que me refiero!
Comenzamos a reír y agarré su mano después de meter segunda al haber llegado a un tramo en mejores condiciones.
—No. No creo que un sitio tan perdido sea para mí a largo plazo. Seguro que podría estar un mes o algo así, pero no más.
—Pues yo si me veo acá, con mi huertito y unas gallinas.
—Ya, no sé, quizás es acostumbrarse. ¿Cuánto queda?
—Dos kilómetros.
—Que a este paso serán quince minutos por lo menos.
—Doce, dice.
—Ahora que vamos algo más rápido, pero mira, allí ya veo que se jode de nuevo.
—Me encanta lo positivo que sos.
Ambos teníamos razón. Yo no estaba siendo en absoluto positivo y quedaba el peor trecho del camino. Llegados a un punto los socavones eran tan grandes, que dudaba que mi coche pudiera pasar, pero muy despacio y cogiéndolos en diagonal, pude sortearlos todos.
La situación se puso tensa y guardamos silencio el resto del trayecto, que completamos sin ningún percance. Dejamos tirado el coche a un lado de la vía, haciendo caso al GPS, que nos indicó que habíamos llegado, aunque nosotros no viésemos la encina por ningún lado. El sol, que antes pegaba con fuerza, estaba tapado por una nube negra. Anduvimos pegados al muro de piedra buscando una entrada al terreno donde se hallaba el árbol, pero lo primero que encontramos no fue un ser vivo enorme superlongevo, sino el cadáver de un potro en perfecto estado.
—Parece que acaba de morir.
—No lo toques, puede tener alguna enfermedad.
—¡No lo iba a hacer! Solo quiero verlo más de cerca.
—¿Y la madre? No se ve ningún caballo.
—No tiene ninguna herida, ¿de qué habrá muerto?
—No lo sé. Pobre animal.
—¿Cuánto tiempo tendrá?
—No tengo ni idea de caballos, pero no creo que cumpla un mes.
—Menuda vida.
—Bueno, ¿por dónde es?
—Según el GPS, tiene que estar aquí mismo.
Continuamos caminando mientras pensaba por qué no me había afectado ver la muerte de cerca. Más si cabe, cuando se trataba de una cría de un animal tan bello. Sin embargo, por más que rebuscara la compasión, no la encontraba. Y eso era algo muy extraño en él, pensé de nuevo apareciendo sobre mi cabeza. Por lo general, en este tipo de casos, la emoción le embriagaba y no podía contener las lágrimas. No en esta ocasión, donde lo único que pudo sentir es calma y tranquilidad. “No es mal lugar para marcharse”, pensó, obviándome. Aunque era bien consciente de la parte de sí mismo que dejaba atrás.
Dimos con la verja que daba entrada al campo y, por fin, desde lejos, descubrimos la encina. De inmediato, ella, que no había dejado de hablar del potrillo, se calló y ambos nos acercamos en silencio hasta que estuvimos bajo su regazo, aunque estuviera cercada. Describir su tamaño, la frondosidad de su copa, la imponencia de su aspecto o la belleza de su mera existencia sería una labor inútil. Ninguno habló y empezamos a rodearla en sentidos opuestos, al tiempo que el cielo se iba cubriendo con varias nubes más, que tornaron el día azul en gris. Me dediqué a observarla de todas las maneras posibles. Primero de una más analítica, fijándome en los brazos de metal que la sujetaban desde el suelo en puntos clave de su estructura. Y es que, por lo que pude enterarme después leyendo un cartel que no advertimos a la entrada, la encina, por culpa de la continua poda a lo largo de los años, tenía una importante oquedad, que la hacía ser bastante inestable. Pero yo en aquel momento no pensé en eso, sino en lo contrario. Entendía por qué colocar esas vigas de metal a modo de tutores, pero lo vi una cárcel de amor del todo innecesaria. “¡No sabrá ella cómo vivir!”, me dije. Después intenté entenderla de una forma histórica, pensando en lo que tenía que haber presenciado durante sus más de ocho cientos años de existencia. Y, por último, tan solo me dediqué a observarla, preguntándome quién era. No tardé en hallar una respuesta, que me negué a aceptar. No porque dudase de la conclusión, sino por un miedo irracional a desaparecer como el potro que seguía allí. Ella también debía haber percibido algo importante, pues pude ver cómo se saltaba la cerca y se sentaba en el suelo frente a la encina. Cruzamos las miradas por última vez antes de que cerrase los ojos y nos encontrásemos. Sin embargo, en esta ocasión, él no me miraba desde arriba, ni yo me observaba en al aire, juzgándome en dos realidades que no existían, sino que la visión era absoluta e infinita desde cualquier punto del espacio. La oscuridad seguía creciendo y mi mente con ella, obligándome a diluirme por ese mar de flores amarillas que habían dejado de ser ajenas. Mi cuerpo había desaparecido. Así como la valla de madera y la madera centenaria del ser superior que también era yo. Los miedos se habían tornado en inseguridades y rezaba para que se disiparan y así poder seguir existiendo. Porque eso era lo que estaba haciendo en ese preciso y eterno instante: existir. La energía continuaba aumentando e intuía que algo importante estaba por suceder. Creí decirlo en voz alta, pero no me escuché. Mis pupilas se movían de lado a lado sin que pudiera hacer nada por controlarlas y tenía frío. La negrura era ya completa y aceptamos lo irremediable: la intensidad había tocado techo y había que abrir los ojos. Sin embargo, era incapaz de hacerlo. Movía las manos intentando asirme a algo consciente de lo que se avecinaba, pero tan solo tenía una cosa clara.
—Todo está bien. Tranquilo.
La descarga comenzó con una lentitud del todo impropia al suceso que estaba aconteciendo, pero el tiempo por fin se había revelado y nadie allí temía el final. La oscuridad se tornó blanca, el rayó cayó de lleno sobre los ocho siglos y partió la encina en dos, incendiándola. Sin cobertura, sin historia y sin ego, no tuvimos más alternativa que la despedida.
De vuelta al coche y a casa, nadie habló, aunque éramos conscientes de que acabábamos de vivir un milagro. Ni siquiera él me juzgó, caminando ya a mi lado sin guardar la distancia que siempre había mantenido. Tampoco dedicamos más importancia al potrillo cuando pasamos junto a su recuerdo y nada más montarnos en el coche, comenzó a llover. Las gotas caían una a una sobre la luna mientras los baches mecían el vehículo. No podía oír ni una cosa ni la otra. Lo que sí pudimos escuchar son las risas de la pareja, que observaba el humo por el retrovisor sin pena ni tristeza. Quizás sí con algo de nostalgia al entender por fin lo inevitable.
—En algún momento tenía que llegar nuestro final.
—Es irremediable desde que nos conocimos.
—¿Y qué preferís? ¿Ser potro o encina?
—Tortugas.
—¡Si no las viste!
Ambos nos giramos a observarla sonriendo, mientras ella, divertida, alternaba miradas al uno y al otro, al que antes jamás había dedicado su tiempo. Pusimos despacio nuestra mano sobre su muslo y le aseguramos que:
—Contigo cualquier clase de final se antoja igual de bello que el inicio.