SUS DEPORTIVAS AMARILLAS
SUS DEPORTIVAS AMARILLAS
Te asomas por la ventanilla del coche y miras hacia atrás, obviando que vas conduciendo, eludiendo la responsabilidad que ello conlleva y sin siquiera tener el coraje de fijarte en su rostro, sino que te quedas con la vista fija en sus zapatillas sobre el asfalto, recordando el momento en que se las entregaste y la sensación de poder que te otorgó gastarte semejante cantidad de dinero en un regalo sin motivo. Centras la vista en la carretera justo en el momento en que un balón de fútbol se mete bajo tu coche, lo que te hace buscar de inmediato al niño que suele perseguir el esférico, pero como no lo encuentras, decides pisar el pedal contrario al que tú mismo esperas y aceleras, alejándote de esas ostentosas deportivas y de ese tóxico, pero apasionado amor, pensando que jamás encontrarás algo parecido, sin saber si realmente deseas volver a experimentar algo de esas dimensiones. Los gritos de un par de transeúntes te llegan con claridad, pero haces caso omiso y evitas el contacto visual con la intención de huir de los sentimientos que sabes que tardarán meses en desaparecer, si es que algún día lo hacen, con la esperanza de que nadie te reconozca. Porque ahora eres consciente de todo lo que has hecho mal, de lo mucho que te has propasado, así como has transigido cuando ese comportamiento no era normal, y de que el suceso que ha derramado el vaso y te ha abierto los ojos se puede malinterpretar. Así que aceleras más, como si la velocidad de tu coche y el espacio físico con tu ya expareja se fuera a traducir en la distancia emocional que solo el tiempo puede concederte. Pretendías ir a tu casa a encerrarte, pero sientes que ya no es tu hogar y repentinamente cambias de dirección y tomas la autovía que sale de la ciudad con la idea de estar fuera una temporada. Perder ese amor de la manera en la que lo has hecho se siente un fracaso tal, que prescindir también del resto de cosas, se llamen familia o trabajo, carece de relevancia. Te planteas incluso si renunciar a la libertad o la vida podría ser más doloroso que el sentimiento que se ha instalado en tu garganta. Gritas, pero no eres capaz de llorar. Comienzas a temblar, te quedas sin fuerzas, temes si vas a poder seguir al volante o vas a perder el conocimiento. Dudas si detenerte, pero la salida de un merendero solitaria se presenta como una señal irrechazable: alguien quiere que vivas todavía. Piensas que si has de continuar con la obra será a tu manera y empiezas a actuar. Bajas del vehículo en mitad de la nada, abres el maletero, coges la ficticia caja de zapatos y te acercas a la puerta del copiloto para permitirle que salga como siempre hacía: sonriendo y con delicadeza. Sostienes las palmas hacia arriba en señal de amor, sujetando el regalo que esperas que coja, aceptando tu dominio. Observas esos ojos que ya no están, al tiempo que toma el presente susurrando, excitada, que no es su cumpleaños. Te insufla una vitalidad, una potestad de otra época, de cuando aún no peinabas canas y no tenías miedo de no volver a enamorarte. Rompe el papel, destapa la caja y saca el par de deportivas amarillas que ahora descansan sobre el asfalto. Le encantan. Sin embargo, no estás del todo conforme y repites el proceso, teniéndote que meter otra vez en el coche, salir de él, abrir el maletero, coger la caja de zapatos imaginaria, permitir que salga del asiento del copiloto y esperar de nuevo con las palmas mirando al cielo. Y observas de nuevo esos ilusionados ojos que no existen, anticipando sin querer el final de la historia; ese instante de ira que propicia que las zapatillas vuelen por amor y acaben manchadas de sangre reposando sobre el asfalto mientras tú las observas asomado por la ventanilla.