TANATOPRACTORA
TANATOPRACTORA
Clara Montes no tuvo una infancia fácil. A pesar de nacer en una familia de clase alta y vivir con la certeza de que no iba a tener que preocuparse por nada, era demasiado fea como para ser feliz, ni siquiera en ocasiones. No recordaba un grato instante en su vida desde el momento en que fue consciente de la cara que le había tocado. Piensa desde muy joven que algo malo tuvo que haber hecho en otra vida para tener que lidiar con semejante carga, sobre todo, teniendo en cuenta, que sus padres eran bastante agraciados. ¿Por qué la genética no había seguido su curso?
Fue a los 6 años cuando Dieguito, un niño de su clase, le dijo con cara de asco: “No, a ti no”. Lo que supuso que fuese la única niña que se quedara sin su beso y saliera corriendo llorando al baño. Allí, se miró en el espejo y se preguntó cómo no lo había visto antes. Salió del baño conteniendo el llanto y con la cabeza gacha. Y es que, a partir de aquel suceso, Clara siempre miraría al suelo para ocultar su cara, aunque eso no la evitase el bullying durante toda la infancia y la adolescencia.
Sin embargo, en su llegada a la universidad, la situación pareció cambiar y, en una fiesta a la que tuvo el coraje de ir, acabó recibiendo su primer beso de un compañero de historia del derecho. Horas más tarde perdería, alegrísima, la virginidad en un portal. Al día siguiente, su compañera de pupitre, antes de que empezara la clase le dijo con náusea: “Por muy buen culo que tengas, esa cara no te la quita nadie”. Al parecer, el comentario estaba suscitado por unos celos, pero aun siendo consciente de ello, cumplió su cometido. Clara, sintiéndose obligada, como hechizada por una maldición, comenzó a comer desaforadamente, cogiendo 30 kilos antes de acabar el curso académico. Terminó por dejar la carrera y comenzó a vestir ropas anchas para ocultar su cuerpo.
Después de esto, la única salida que encontró fue el destierro a uno de los múltiples pisos, propiedad de su padre. Allí, en la ansiada soledad, donde no tenía que mostrarse a nadie, se sintió fallecer. Abandonó la higiene y cualquier tipo de actividad, salvo las redes, donde conoció a Luis, anciano agorafóbico con quien se entendió desde el primer día. Su relación fue extremadamente corta, así como intensa. Sus conversaciones hablaban de la muerte y el encierro, del exilio y de vidas inventadas. Luis temía fallecer, sabía que su partida estaba cerca, se lo habían diagnosticado. Más que miedo al fin de su vida, tenía pánico al después, a qué sucedería con su alma y con su cuerpo. “Solo a ti te confiaría mi carcasa, sé que la tratarías como se merece. El alma, ni a Dios”. El comentario recibido de madrugada por correo se grabó en la mente de Clara, y en menos de una semana estaba estudiando un curso de tanatopraxia y tanatoestética. El camino entre su casa y la academia se le hacía insoportable, y eso que un taxi la llevaba siempre de puerta a puerta. Sin embargo, en clase, cerca de los muertos, no se encontraba incómoda. Estaba acostumbrada a mirar hacia abajo y, cuanto más desagradable fuese el cuerpo, mejor se sentía. Luis hizo todos los documentos para que fuera ella, quien, al finalizar los estudios, se encargara de preservar y sanear su cuerpo, así como de maquillarle y peinarle para la exposición. Todo estaba listo y a Clara no le quedaban más de dos semanas para acabar el curso cuando Luis falleció, lo que conllevó su incineración y el profundo dolor de Clara. Aun así, acabó los estudios con la mejor de las notas y enseguida encontró trabajo, para vergüenza de su familia que no lo aprobaba en absoluto. Pero fue su dedicación a esa labor lo que la hizo poco a poco volver a la vida. Si lavaba los fríos cuerpos, ¿por qué no iba a lavar el suyo?; si cuidaba con amor cada pliegue de los difuntos, ¿por qué no iba a hacer lo mismo con los propios?; si dedicaba horas a arreglar deformaciones o hinchamientos, ¿por qué no iba a ponerse rímel?
Enseguida su vida tomó una rutina que iba mejorando su estado anímico día tras día. Se levantaba, se duchaba, se alimentaba lo mejor posible, se maquillaba y salía a trabajar. Todo le costaba esfuerzo, pero lo hacía. Continuaba gastándose todo su sueldo en taxis, pero el dinero era lo de menos. Su trabajo era su terapia. Sin embargo, todas las mañanas cuando se echaba el rímel, concentrando su mirada en las pestañas, no podía evitar de reojo observar el conjunto global de sus facciones reflejadas en el espejo y recordar el comentario de Dieguito, y el instante en que comprendió, profunda e irrevocablemente, lo horrible que era a la vista. Pero continuaba, algún día podría levantar la cabeza y mirar a la gente a los ojos. La vida y la muerte de Luis no podían ser en vano.
Esa mañana Clara sintió que quedaba poco para poder llevar una vida normal, incluso obvió coger el taxi y decidió caminar el trayecto hasta su trabajo. Sus ropas ya no eran tan anchas y el sol iluminaba su cabeza mientras paseaba. La terapia con Araceli, una niña con cáncer por quien era incapaz de sentir ninguna lástima, había ido sobre ruedas, así que se vio con fuerzas para regresar también andando.
Miraba sus zapatos de charol mientras pensaba en lo mucho que tenía que haber sufrido Araceli. La rigidez de su mandíbula no dejaba lugar a dudas. Para conseguir cerrarle la boca había tenido que forzar la articulación temporomandibular hasta romperla y después pegar los labios como se hacía en todos los casos para evitar la propagación de bacterias. Sus negros zapatos continuaban dando pasos cuando cayó en la cuenta de que no se cuidaba la boca, sino que se trataba como al resto de cuerpos dormidos que reposaban en la camilla de metal una vez les había sellado. Había vuelto a la higiene corporal, pero no a la dental. ¿Cuánto tiempo llevaba sin cepillarse los dientes? Se llevó las manos a la boca para poder olerse el aliento, perdiendo de vista sus zapatos y el resto del mundo. Repitió el proceso varias veces, pero era incapaz de discernir ningún olor que no fuera el recuerdo de los vapores de Araceli. Insistió una vez más cerrando los ojos para concentrarse, cuando el frenazo de un vehículo cercano, le anticipó el fuerte golpe, que la hizo aterrizar varios metros más adelante, aún con la cabeza gacha. Lo primero que se posó en la carretera fue su cara, que se derritió sobre esta, deshaciendo su tez sobre el asfalto hasta el oscuro.
Despertó en el hospital sin poder moverse y sin ver nada. En un primer momento creyó que estaba ciega, pero al llevar la mano a su cabeza, comprobó que la tenía completamente vendada. Habló, pero no había nadie para escucharla, al menos durante los dos primeros minutos. Al tercero, una auxiliar, que llegó al final de su monólogo, le agarró la mano y le dijo: “No seas tan dura contigo misma”.
Sus padres iban a verla todos los días, pero Clara sentía que lo hacían por compromiso. Se sentaban allí sin hablar, ponían la televisión y en menos de una hora se marchaban. Así, el día que le iban a quitar las vendas, la hija dijo a los padres: “Os libero de la obligación. Os ahorro el tormento. Marchaos, por favor”. El padre no dijo nada. La madre afirmó muchas cosas que significaban menos que el silencio de su marido. Ambos se fueron para siempre.
Más tarde, una vez la médica había retirado las vendas, sintiendo el fresco en la piel y acostumbrándose a la luz, pensaba en cómo se vería. De hecho, la doctora no paraba de hablar, preparándola para el momento en el que iban a ponerle el espejo delante. La visión debía ser horrible, pues insistía una y otra vez en que se podían realizar multitud de operaciones para conseguir un mejor resultado. Clara pensó, sin embargo, que mucho peor que antes no podía estar, lo que la hizo gracia y acabó riendo, haciendo enmudecer a la médica. Mientras escuchaba el sonido de su carcajada, pensó que no recordaba cuando había sido la última vez que reía de manera tan sincera. Por fin, miró a la cirujana y le dijo: “Muéstreme. No se preocupe, estoy acostumbrada”. La joven médica, desorientada, cogió el espejo y lo puso sin titubear frente a Clara, que observó el resultado de andar por la vida mirando siempre al suelo.
Por fin entendió a que se refería la doctora, que no se atrevía a observar sus pequeños ojos escondidos entre los pliegues fundidos. El resultado debía ser el peor posible para la gran mayoría, pues lo que se encontraba no era una cara deformada por completo, sino la ausencia de esta. Clara comprendió que, para la cirujana plástica, este debía de ser uno de los peores y más desafiantes casos. Sin embargo, ella, nada más verse reflejada, sintió un alivio indescriptible. Ya nunca volvió a su mente la imagen de su antiguo adefesio, ni el comentario hiriente de Dieguito. Jamás le molestaría su esperpéntico yo, y de inmediato apreció las posibilidades del lienzo que tenía ante sí. “No hará falta ninguna operación más, doctora. Puedo ser cualquier cosa”.
Clara salió del hospital mirando al frente, sintiendo y obviando las miradas de los transeúntes que sentían lástima por ella. Una pena errónea e inapropiada, pensó. Continuó con su terapia en su trabajo, que desde aquel día tuvo por objeto su persona. Cada día se maquillaba una cara distinta, dependiendo de cómo se sintiese, de quién quisiera ser. Cada día era una nueva oportunidad de traer a la vida una mujer diferente. Porque los monstruos no son los cuerpos. Porque los cuerpos extraños no son cuerpos muertos.